La grasa es tabú. Según se deduce
de la gran cantidad información de que disponemos, la grasa es mala y los que
la posean en abundancia serán expulsados del paraíso terrenal. Se impone el
consumo de alimentos sin grasa. Lo dicen en la televisión, los anuncios, los
magazines, las revistas y lo repiten los vecinos, los amigos y la familia. Se
nos muestran modelos de cómo debemos ser: jóvenes, atléticos y sin grasa.
Pero la realidad es que nuestro
organismo necesita grasa. El cerebro es 60% grasa, que forma la mielina que
sirve de aislante en la transmisión de los impulsos nerviosos. Las células la
necesitan para sus intercambios con el exterior lo que hace funcionar nuestro
metabolismo. Muchas tareas de nuestro cuerpo requieren la presencia ineludible de
la grasa. La vida sin grasa no sería posible.
No todas las grasas son iguales,
las que consumimos en forma de refritos de freidora y las que provienen de la
bollería industrial son las peores. Ciertamente debemos cuidar lo que comemos.
Hace no tantos años el problema
no era comer sano, era comer cada día. Hoy la industria alimentaria provee
alimentos para todos pero, para ser competitiva, a veces tiene que sacrificar
la calidad y someterse a la cultura de mercado. Si el mercado no quiere grasas,
se eliminan de todos los artículos. Si los aditivos son tabú se eliminan los
conservantes, saborizantes y colorantes. Misteriosamente, los productos tienen
el mismo sabor, color y textura que antes.
Hoy se hace aconsejable la
ingesta de suplementos alimentarios que contengan el tipo de grasas óptimas
(omega3 – DHA), ya que se ha reducido su contenido en los alimentos que
encontramos en las tiendas. La industria también se ha ocupado de esto: primero
se eliminan las grasas contenidas de
forma natural en los alimentos y después se añaden otros elementos dictados por
la moda de la salud.
Antes quizá se comía menos pero
mejor. Se comía más pescado (especialmente azul), más fruta y verdura y menos
carne roja, menos azúcar refinado y el pan contenía las vitaminas y minerales
necesarios para la vida. Gracias a la Cuaresma y otras abstinencias religiosas,
casi medio año era de ayuno lo que conllevaba una dieta saludable. Las clases
pudientes no tenían tanta suerte ya que ellos además de pagar las bulas, podían
costearse carne roja, caza, azúcar y pan blanco, no eran tan convenientes para
la salud.
No puede dejar de sorprendernos
que la humanidad haya llegado desde los primeros homínidos hasta casi nuestros
días sin conocer las ciencias de la nutrición, sin saber lo que son grasas
poliinsaturadas y comiendo lo que encontraban por el monte, sin ninguna
garantía de calidad.
Hemos pasado de buscar algo para
comer a diseñar (o perpetrar) nuestra ingesta alimentaria según el modelo
científico en el que cada uno crea. Cada día aparece algún último estudio
proponiendo la nueva dieta definitiva y condenando la dieta definitiva de ayer.
Ante esta situación solo podemos
proponer sentido común y moderación. Como dijo Teresa de Ávila: “No son buenos
los extremos aunque sea en la virtud”
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